No suelo quejarme del sistema sanitario español. A los 18 años debuté como diabética, poco tiempo después viajé a El Salvador, más tarde a Nicaragua y unos años más tarde a zonas deprimidas de Colombia. Decidí que era burgués e injusto quejarse de un sistema, que con sus más y sus menos, funciona y funciona muy bien. 

Hoy quiero detenerme en la gente que busca la llave maestra. 

Quiero ser fiel a mi compromiso y, aunque hoy parezca que me quejo un poco, en realidad no lo hago. Hoy lo que me apetece es poner el foco en un tipo de gente que, de manera más o menos constante, nos acompaña a los crónicos y no tan crónicos en este transitar por los pasillos grises de nuestro imperfecto y machacado sistema sanitario. Hoy quiero detenerme en la gente que busca la llave maestra. 

Martes por la tarde.  El centro de salud mantiene algunas consultas abiertas, el mostrador de primera atención y la sala de enfermería. Me detengo frente a esta última que siempre tiene la puerta cerrada y espero con paciencia a que alguien salga. Respiro profundamente y repaso la frase precisa, la reformulo y espero tener algo de suerte esta vez.

El cartel sobre el corcho me mira de forma vigilante, acusadora. “Reparto agujas de insulina todos los martes de 10:00 a 11:00”. Aunque trato de controlar mi impulso primitivo, me enfado.  ¿Por qué no un horario más extenso?, ¿por qué no un horario de tarde para las personas que trabajamos? Siempre las mismas preguntas. Siempre la misma respuesta: respirar, formular una pregunta amable y esperar a alguien que se salte la regla. 

Mientras espero, recuerdo las visitas anteriores. La penúltima fue traumática. Eran las tres y media de la tarde de un viernes. Los consumibles de mi tratamiento, agotados. Mi paciencia también. La persona que me atendía tenía la pantalla visiblemente encendida, pero cuando le formulé mi petición, premeditadamente amable, repasada y empática, su respuesta fue contundente: “Ya he cerrado el sistema, es imposible. Tienes que venir los martes de 10:00 a 11:00”. Todos mis esfuerzos posteriores por tratar de conseguir mi objetivo de una forma civilizada fueron en vano. Fue tan agotador que prefiero no contarlo. 

En la visita posterior a esta tampoco tuve suerte.  El enfermero fue más amable, argumentó mejor, me dijo que no podía acceder a los armarios dónde estaban mis consumibles. Embalsamada en la frustración, obtuve el mismo resultado: una negativa: vuelva usted el martes en el horario establecido.

Está todo cerrado, como todas las horas de todos los días de todas las semanas que no son los malditos martes de 10:00 a 11:00.

Se abre la puerta. Sonrío, he tenido suerte. Está ella, no sé si es enfermera, si es auxiliar, si tiene contrato fijo o sufre la precariedad del sistema. Lo que sí sé es que hoy sí, conseguiré mis consumibles. Está todo cerrado, como todas las horas de todos los días de todas las semanas que no son los malditos martes de 10:00 a 11:00. Pero ella siempre encuentra la manera de solucionar mi problema. 

Primero me escucha, ya sabe que trabajo, pero me escucha pacientemente. Toma mis datos y sale de la consulta. Vuelve, me mira a los ojos y me tranquiliza: “no te preocupes, está todo cerrado, pero voy a buscar la llave maestra”. Vuelve a salir de la consulta, la escucho a lo lejos, abre una puerta, abre otra y me pregunta algunos detalles: “Son seis los que necesitas, ¿no?, es la caja amarilla, ¿cierto?” Se queja un poco de sus compañeras: “¡Lo cambian todo de sitio!, pero no te preocupes, lo encontraremos”. 

Por encima de eso tenemos todavía a esa gente, la gente que busca la llave maestra.

Y como era de esperar, tras unos minutos de intensa búsqueda, obtiene el resultado. No era tan complicado, mis consumibles aparecen entre sus manos alegres y resueltas. Yo respiro, sonrío de nuevo y me alegro de saber que en este país tenemos uno de los mejores sistemas de sanidad del mundo, pero por encima de eso tenemos todavía a esa gente, la gente que busca la llave maestra.