Lo que voy a contar pasó a finales de septiembre. Volvía. Para mi los viajes de vuelta siempre suelen ser mejores que los de ida, especialmente cuando se trata de lugares que nunca he visto antes. México me trató bien, así que volvía con las vivencias flotando conmigo y tratando de acomodarse  en los escasos huecos que te reservan las aerolíneas modernas.

El vuelo: Ciudad de México-Madrid, operado por Aeroméxico. Me fijé en la tripulación y me gustó lo que vi. Una tripulación compuesta por gente corriente: algunas más altas, otras más bajas, unos delgados, otros más rellenos, personas con rasgos raciales diversos, simpáticos todos.

Quedaban apenas dos horas para tomar tierra. Momento crítico. Nueve horas con un margen de maniobra de cinco centímetros empiezan a hacer mella. Y por muy buenos recuerdos que tengas del viaje, la mala leche te llega. Te llega y no se va. Y miras el reloj y el tiempo no pasa. Y la mala leche sube. Pues así estaba, con la desesperación y las vivencias tratando de conciliarse cuando pasó.

La víctima: una de las azafatas del avión. Una mujer de unos 50 años. Estaba atendiendo a una chica bastante más joven que ella que estaba sentada en la misma fila que yo. Un pasillo y cuatro asientos nos separaban. Me perdí una escena pero intuyo que la azafata estaba realizando las labores de recogida de la basura que acumulamos cada vez que nos dan algo de comer. Y en esa tarea debió rozar a la chica con su mano o algo similar. Yo solo vi la reacción de la joven: «No me toques», dijo volviendo la cara hacia dónde yo estaba con los ojos cerrados y descompuesta por el asco. No me vio. La señora tragó saliva y le pidió disculpas. Lo hizo guardando las distancias y la joven, blanca y rubia pero racializada en odio volvió a repetir «te he dicho que no me toques». Lo dijo de nuevo sin mirarla, con más asco y más rabia, levantando las manos en paralelo a su cuerpo como protegiéndose.

No supe reaccionar en ese momento. Las cosas así pasan muy rápido. Y la violencia, en cualquiera de sus formas, a mi me paraliza. Pero lo cierto es que me sentí muy mal por no haber movido un dedo. Más tarde, cuando ya habíamos tomado tierra, busqué a la azafata, me acerqué a ella, le tomé las dos manos y le dije: «Nadie merece ser tratado de ese modo». Le brillaron los ojos, me apretó las manos y me dijo sonriendo: «Me di cuenta de que usted lo vio. No se preocupe estoy acostumbrada, pero hoy va a ser un día maravilloso».

Cada vez son más los sucesos de este tipo. Cada vez hay menos pudor a manifestar en público el rechazo a otras personas. Ya sea por motivos racistas, islamófobos u homófobos. Algunos sucesos son muy graves como ese pasajero de Ryanair que consiguió, propinando insultos vejatorios, que cambiaran de sitio a una mujer negra que viajaba a su lado. Otros, como éste que acabo de contar, son delitos de odio de baja intensidad. Tan baja que una no encuentra argumentos para alzar la voz o para denunciar. ¿Cómo vas a denunciar a alguien por decirle a otra persona «no me toques»?. Pero lo cierto, es que unos y otros hacen el mismo daño.

Asisto perpleja a este fenómeno que crece como la espuma. Trato de entender qué pasa por la mente de un ser humano para actuar de esta forman tan inhumana. Y leo a Caroline Emcke que me devuelve un poco la esperanza. Leed este artículo por favor. Emcke nos recuerda que hay una masa silenciosa que no debe permanecer callada por más tiempo. En Alemania se han organizado y se llaman #unteilbar (Indivisibles). Son muchos y quieren frenar esa espuma marrón y viscosa. Yo me sumo y por eso escribo, para romper el silencio. Porque si callamos, el silencio nos hace cómplices del odio.